Oscuridad
- Rosa Burgos Ruiz
- 27 dic 2023
- 2 Min. de lectura
Estoy en Central Park mientras atardece. La luz roja del crepúsculo se adentra entre las copas de los árboles, ese rincón donde reinan la paz y el silencio que corona la ciudad donde siempre suceden cosas. La noche cae, a plomo, sobre los caminos y carreteras que atraviesan el campo de césped y maleza, hasta que, de repente, una luz nueva aparece sobre el cielo.
Un sonido comienza a abrirse paso por el aire, ensordecedor como las hélices de los helicópteros. Pero es imposible que sea un helicóptero, el helipuerto queda muy lejos y sus luces nunca son tan brillantes. Cada vez se acerca más, el ruido y el viento arrastran las ramas y se llevan consigo las piñas, los ratones y las ardillas despojando al parque de las pequeñas vidas que lo alimentan.
La luz, más intensa cada segundo que pasa, se posa en el centro, creando un círculo sobre la hierba. No puede ser, no es un campo de maíz, pero ahí está, comienza a formarse esa marca distintiva que solo significa una cosa. Ya es imposible distinguir las siluetas de los que quedamos en el parque, si es que queda alguien que no sea yo, la fuera de las corrientes pueden habérselos llevado a todos.
Me acerco a la luz guiado por ella como si fuera una polilla estúpida que no sabe que morirá si es vista. Y de ahí, entre el brillo y el polvo, surge una silueta grisácea. No veo su color de piel, no distingo blanco y negro tan cegado por la luminosidad del momento. Un escalofrío recorre mi cuerpo de arriba abajo, el frío de la noche en Nueva York no es nada comparado con este momento.
La figura se acerca a mí. Nos parecemos, pero no somos lo mismo. Extiende sus dedos, regordetes, fríos y membranosos y, acaricia mi cara. Mis ojos no pueden despegarse de los suyos, vacíos y enormes, que me paralizan y siento que ven más allá de mi alma. Y, entonces, al contacto con sus manos, se hizo la oscuridad.




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